Tokio




La inaudita pretensión de Jesús 
 7 de abril de 2011

Querido Ignacio:

He llegado al otro lado del mundo. Si mi objetivo era descubrir en esta travesía que todos los hombres de la Tierra tenemos un mismo deseo y una misma esperanza, ¡en esta tierra está el reto! Porque estos japoneses parecen custodiar algún secreto que no han compartido con el resto de la humanidad… como si su mirada fuera así de afilada y escurridiza porque la luz los cegara. Creo que me queda mucho por aprender y entender de esta parte del mundo.
Esto me ha llevado a preguntarme si esta experiencia de la que te hablaba —la experiencia de sentir que Dios tendía un puente a los hombres, que me echaba una mano a mí para sacarme del pozo en el que estaba— puede ser universal. ¿Puede llegar hasta este pueblo que parece tan distinto al mío? Intuyo, Ignacio, que la respuesta, nuevamente, no puede estar en un razonamiento teórico, en una tesis sociológica… sino en el objeto estudiado, en la pretensión de Jesús de Nazaret. Es decir, entiendo que la fuerza y la posibilidad parten de ese que se dice Dios y no del esfuerzo del hombre. ¿Tú qué crees?
Me preguntabas qué había encontrado yo en el Evangelio que me diera pie a pensar que Jesús era, o quería ser, Dios. Pues te confieso que ésa fue una de las cosas que más golpeó mi razón. Como te conté, había estudiado muchas religiones, muchas posturas morales y místicas… me había metido de lleno en la vida de los grandes líderes espirituales para saber si ellos habían hallado el sentido del mal y del sufrimiento… y en este itinerario intelectual, jamás di con una figura que tuviera o mostrara tener una relación con Dios como Jesús de Nazaret. Te expongo algunos de esos retazos que a mí me sorprendieron cuando me los explicaron, para que puedas ver a qué me refiero.
Jesús fue preparando a sus oyentes para que entendieran que en sus labios la palabra Dios y, en especial, la palabra Padre significaba algo nuevo. Al utilizar esta palabra para hablar de Dios, debía de causar admiración e incluso escandalizar a los que le escuchaban, porque decir «Abbá» es decir «padre mío», «papaíto», «papá».
En un texto de Jeremías se habla de que Dios espera que se le invoque como Padre: «Vosotros me diréis: ¡Padre mío!» (cfr. Jer 3, 19). Es como una profecía que se cumpliría en los tiempos mesiánicos. Jesús de Nazaret la ha hecho suya al hablar de sí mismo como de aquel que «conoce al Padre». Jesucristo, que «conoce al Padre» tan profundamente, ha venido para «dar a conocer su nombre a los hombres que el Padre le ha dado» (cfr. Jn 17, 6). Un momento singular de esta revelación del Padre lo constituye la respuesta que da Jesús a sus discípulos cuando le piden: «Enséñanos a orar» (Lc 11, 1). Él les dicta entonces la oración que comienza con las palabras «Padre nuestro» (Mt 6, 9-13).
Dice Jesús hablando con los discípulos y con sus mismos adversarios: «Las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí; que el Padre me ha enviado» (Jn 5, 36). Si le preguntáramos a Jesús por lo que le sostiene en la vida, respondería lo mismo que a sus discípulos: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (Jn 4, 34). Realmente, sólo quien se consideraba Hijo de Dios en un sentido propio podría decir esto de sí mismo y dirigirse así a Dios, como a un verdadero Padre.
En estas líneas que te acabo de escribir, ¿no te sorprende la familiaridad de Jesús con Dios? No te preguntas, como sus coetáneos: pero ¿quién es éste? Te confieso, Ignacio, que yo lo sigo haciendo. Y sigo preguntándome cada vez que leo un fragmento del Evangelio ¿quién es este que habla así de Dios, que dice cosas tan extraordinarias de forma tan sencilla? ¿Es posible que Dios sea realmente como Él dice que es, que esté tan cerca? ¿Tenemos ese Padre en el cielo y en la tierra? Jesús habla con sencillez y muy en serio de este Dios que puede dar razón de nuestra vida, que puede aclararnos por qué y para qué hemos nacido. Nos muestra a Dios como Padre para que le preguntemos como hijos, y quiere que la respuesta sea la experiencia de un Padre cercano.
Pero ¿cómo puedo yo transmitirte esto, Ignacio, si no es más que contándote mi experiencia? ¿Cómo podrías tú demostrarme el amor de tus padres, por ejemplo, o la confianza en una amistad? Y eso, que sólo puedes mostrarme con lo que tú eres, ¿es menos real que la ciencia que hemos estudiado?

Jesús nos rescata de la culpabilidad que nos pesa

Pero para mí, lo más conmovedor en aquel instante de mi vida en el que me bebía los textos buscando una respuesta fue descubrir que ese Jesús perdonaba los pecados. ¿Qué era eso? Yo en un primer momento no quería hablar de pecado y mucho menos que me lo mencionaran otros. ¿Quién podía decirme a mí, ¡a mí!, lo que estaba mal y lo que estaba bien? ¿Quién podía aconsejarme cómo debía comportarme si no había sufrido lo mismo que yo? Sin embargo, empecé a caer en la cuenta de que ese Jesús de Nazaret no hablaba de perfeccionamientos morales, de conductas loables… sino de esa oscuridad que a mí no me dejaba ni respirar. Estaba hablando de mi peso, estaba hablando de mi deseo de liberarme… Entonces fue cuando me empezó a interesar.
Precisamente es en esta afirmación cuando brilla con más claridad el poder que Jesús dice poseer, sin vacilación alguna. Éste es un ejemplo de lo que nos dice: «El Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados» (Mc 2, 10). Lo afirma en Cafarnaúm, cuando le llevan a un paralítico para que lo cure. Jesús le dice: «Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc 2, 5). Los escribas que estaban allí pensaban entre sí: «¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo uno, Dios?» (Mc 2, 7). Jesús, que leía en su interior, les responde: «¿Por qué pensáis eso? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus pecados te son perdonados, o decir: levántate, coge la camilla y echa a andar? Pues para que comprendáis que el Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados (se dirige al paralítico), yo te digo: levántate, coge tu camilla y vete a tu casa» (Mc 2, 8-11). La gente que vio el milagro, llena de admiración, glorificó a Dios diciendo: «Nunca hemos visto una cosa igual» (Mc 2, 12).
Si te paras a pensar en el desarrollo de los hechos, el milagro de la curación aparece como la confirmación de la pretensión de Jesús. Por otro lado, no olvides el escándalo de algunos de los presentes, que se repetía siempre que Jesús hablaba del perdón de los pecados, como cuando estaba sentado a la mesa en casa del fariseo y le dijo a una mujer: «Han quedado perdonados tus pecados» (Lc 7, 48). La reacción de los comensales no se hizo esperar: «Comenzaron a decir entre ellos: ¿quién es este que hasta perdona pecados?» (Lc 7, 49).
El caso es que este pecado del que habla Jesús es el que a mí me interesaba. No aquel que yo había dibujado, no aquel del que me prevenían los demás, sino esta culpa honda, esta especie de ceguera que no me dejaba ver dónde y cómo llegar al bien de las cosas, de mi vida, y de la vida de los que quería… A este querer ser feliz a pesar de todo y no poder yo solo. Y Jesús de Nazaret parecía hablar de eso, parecía conocer la decepción profunda que yo tenía conmigo mismo, el muro que se levantaba a mi alrededor con todo aquello que no era capaz de cambiar.
No sé si has experimentado alguna vez esta soledad devastadora de la que te hablo, Ignacio, pero estoy seguro de que en alguna ocasión te habrá costado mirarte al espejo por el dolor que has causado en alguien, o por el bien necesario y urgente que has dejado de hacer… y que en ese momento has deseado con todas tus fuerzas que alguien te dijera que podía enmendarlo, que podía llegar al bien de las cosas pasando por el mal que tú habías dejado; en definitiva, que tú no eras obstáculo para construir una vida bella. Y eso, Ignacio, experimentar eso, es ser salvado. Yo sólo lo he vivido tras conocer y creer en ese Cristo.
¿No es gracioso? He necesitado estar a miles de kilómetros para contarte algo que podía haber hecho cualquiera de los días en que terminábamos la clase y decidíamos seguir la lección al aire libre… Aun así, el viaje no es anecdótico y también a mí me está ayudando a entender mejor lo que me preguntabas, el anhelo profundo de tus palabras… y así, comprenderme mejor a mí mismo y la experiencia que yo podía ofrecerte.

Una invitación a definirnos frente a Él

Ya hemos hablado de la relación de Jesús con Dios y su pretensión de salvar al hombre de la culpa. Me gustaría que también repararas en la invitación explícita que hace Jesús a sus discípulos: ven y verás, sígueme, «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14, 1). ¿Quién sino Dios puede hacer una interpelación tan radical?
Por una parte, Jesús pide esa fe; por otra, vemos hombres que lo siguen, y aún más, algunos de ellos lo dejan todo para ir tras Él. Pensemos en los casos de los que nos han dejado noticia los evangelistas: «Otro que era de los discípulos le dijo: Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre; Jesús le replicó: tú sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos» (Mt 8, 21-22), forma drástica de decir: déjalo todo inmediatamente por mí. En otra ocasión, al pasar junto a la mesa de los impuestos, dijo y casi impuso a Mateo: «Sígueme. Él se levantó y lo siguió» (Mt 9, 9).
Seguir a Jesús significa muchas veces no sólo dejar las ocupaciones y romper los lazos que hay en el mundo, sino también distanciarse de la agitación en que te encuentras e incluso dar de tus propios bienes a los pobres. Muchos no se limitan a aceptar el «sígueme», sino que, como Felipe de Betsaida, sienten la necesidad de comunicar a los demás su convicción de haber encontrado al Mesías (Jn 1, 43).
No cabe duda de que Pedro y los apóstoles comprenden y aceptan la llamada de Jesús como una donación total de sí y de sus cosas para la causa del anuncio del reino de Dios. Jesús se ha entregado a ellos, la respuesta justa es seguirle. Ellos mismos recordarán a Jesús por boca de Pedro: «Ya ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19, 27). Y el mismo Jesús responde a Pedro con toda firmeza: «En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa o mujer o hermanos o padres o hijos por el reino de Dios, que no reciba mucho más en el tiempo presente y en la edad venidera vida eterna» (Lc 18, 29-30).
Tampoco hay lugar para el engaño, Ignacio: Jesús no esconde a nadie que su seguimiento requiere sacrificio, a veces incluso el sacrificio supremo. En efecto, dice a sus discípulos: «El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará…» (Mt 16, 24-25). Marcos subraya que Jesús había convocado con los discípulos también a la multitud, y habló a todos de la renuncia que pide a quien desee seguirlo, de cargar con la cruz y de perder la vida «por mí y por el Evangelio» (Mc 8, 34-35). Sin embargo, al mismo tiempo Jesús proclama la bienaventuranza de los que son perseguidos «por causa del Hijo del Hombre» (Lc 6, 22): «Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5, 12).
¿Quién es este que hace propuestas tan extremas, pero a la vez tan cercanas a lo que espera el corazón del hombre? Sólo un Hijo del Hombre que tenía la conciencia de ser Hijo de Dios podía hablar así. En este sentido lo entendieron los apóstoles y los discípulos que nos transmitieron su revelación y su mensaje. Y en este sentido lo entendí yo. Me preguntaba sin descanso: ¿quién es este que pide ponerse como centro de mi vida y que lo siga, que me brinda una relación tan especial con Dios, que me ofrece una compañía como ésa?

Te paso el relevo, Ignacio. No buscar es renunciar a vivir. Y dar por respuesta un prejuicio es no haber entrado siquiera a la batalla. Busca tu propia respuesta a todo esto, sea la que sea, pero la tuya.

Tu viejo profesor

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