Sidney






¿Es razonable creer esto? 
18 de mayo de 2011

Querido Ignacio:

El viaje continúa y yo lo hago con el peso de tus preguntas. Tu última carta parecía un cuestionario existencial. Sigues tomándote la vida en serio. Ni una sola de tus interpelaciones era retórica, todas miraban con ojos de espera… pero yo no soy la respuesta, recuérdalo. Sólo te puedo acompañar en su búsqueda.
¡Ah!, sí, ya estoy en Australia, llegué hace unos días a Sídney. En breve entrarán en los meses más fríos del año y sin embargo, las playas no paran de acoger a gente que va a hacer surf o a ver ballenas. Este lugar del mundo es como un collage de la humanidad, Reino Unido con pinceladas de Oriente… y a la vez único, como todo ser humano.
Bien, me hablabas de las certezas. ¿Cómo puedo obtener la prueba? ¿Cuál es el razonamiento teórico? No se trata de eso, Ignacio. Se trata más bien de reconocer que ante un hecho histórico que llama a cualquier hombre a posicionarse, la razón tiene también su camino, su itinerario, pero no es un recorrido que llega a la conclusión de la verdad de la fe como a la conclusión de un razonamiento o de una argumentación. Todo lo más, llega al abismo ante el cual hace falta dar un salto, salto que se hace imposible sin el misterio de tu libertad. Ante ese abismo no debemos «concluir» la verdad de la pretensión de Jesús, sino pedir ayuda a ese Misterio.
La cuestión es que nuestra razón haga también su recorrido en la búsqueda, pero lejos del racionalismo que sólo acepta como verdadero lo que se puede «ver» con la razón. Se trata por tanto de una razón integrada en la humanidad del hombre que busca. Por ese motivo es importante comprender que el tipo de certeza que puede tenerse ante la figura de Jesús de Nazaret no es fruto de un proceso lógico o deductivo, sino una certeza posible, existencial, que se llama fe.


¿Se puede tener la certeza de Jesucristo?

La excepcionalidad de la figura de Jesús de Nazaret nos supera. Por un lado, Jesús nos atrae porque sus enseñanzas parecen corresponder con el anhelo profundo de felicidad que está en el fondo de nuestra persona, pero por otro lado nos da miedo cuando reclama para sí el trato que se debe a Dios y cuando nos dice que Él es Dios mismo y nos está buscando. Pensamos «¡Lo que nos faltaba! Uno que viene a complicarnos la vida como si no la tuviera yo ya bastante liada». Aunque al mismo tiempo intuimos que realmente tenemos un problema si no viene alguien a rescatarnos, y ese alguien no puede ser otro como yo. O comprende la vida en su totalidad y desde dentro, o estamos apañados.
Para enfrentar este punto te propongo que nos fijemos en la forma en que Jesús vivió esto en su vida, qué hizo para darse a conocer como realmente era. «Al día siguiente estaba Juan [el Bautista] con dos de sus discípulos y fijándose en Jesús que pasaba, dijo: Éste es el Cordero de Dios. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: ¿Qué buscáis? Ellos le contestaron: Rabí (que significa maestro), ¿dónde vives? Él les dijo: Venid y veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día» (Jn 1, 35-39).
El evangelista no cuenta qué les dijo en toda esa jornada que pasaron juntos. La potencia de su persona debía ser de una magnitud especial. La certeza de lo que Jesucristo es tiene su origen en un encuentro. Un encuentro tan distinto a cualquier otro que, años después del mismo, Juan lo recuerda como si acabara de suceder; era la hora décima. ¿Recuerdas ese poema de Lorca que vimos en clase? «Eran las cinco de la tarde», dice el poeta, cuando murió su amigo. Y lo repite una y otra vez, como si ese mantra le ayudara a entender el Misterio… Y es que lo importante de la vida es un acontecimiento, no una idea. Lo que nos ocurre y nos marca sucede en un momento fijo de la historia. Eso es lo que celebra el cristiano: que se ha encontrado con Cristo.
Volvemos al Evangelio, a lo que le sucedió a dos hombres, Juan y Andrés. ¿Qué se necesitó para que le siguieran y se hicieran discípulos? Sólo hizo falta que fueran hombres con una humanidad despierta, con sencillez de corazón, para reconocer a Dios como respuesta; necesidad reconocida, aceptada y puesta en juego. Los discípulos buscan, y en Jesús encuentran respuesta. Jesús no puede responder a nuestro deseo de felicidad si decidimos de antemano la imposibilidad de que Dios pueda hacerse compañero de camino. Ni Juan, ni Andrés, ni el resto de los discípulos tenían nada que perder estando con Jesús. Aguardaban la llegada del Mesías y, cuando llegó, fueron con Él. Es verdad que después de seguirlo tuvieron momentos de no entender nada. «¿También vosotros queréis marcharos…?», les preguntó Jesús tras una idea que no entendían y les sobrepasaba con mucho; pero la certeza del encuentro había dejado una huella más honda que sus dudas o inseguridades. ¿A quién acudiremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna… Es lo mismo que decir: «Yo no he encontrado nada fuera de ti que me afirme que mi vida merece la pena». Esas palabras siguen haciéndose reales hoy. Y yo, Ignacio, soy uno de los que lo piensan.
Jesús no les propuso a sus primeros discípulos una teoría, una nueva filosofía de vida. Los invitó a estar con él, simple y llanamente. En la medida en que los discípulos compartían sus vidas con Él, la certeza de su divinidad iba acrecentándose. ¿Cómo podemos tener la certeza de la verdad de Jesucristo en el mundo actual? «Venid y veréis.» A esta invitación ha tenido que responder el hombre de todas las épocas, desde los primeros discípulos hasta hoy. Podemos conocer, pues, quién es Jesucristo en la medida en que convivimos y estamos con Él, experimentando lo que hace en tu vida si le dejas entrar. Sin nuestro «sí», Él no puede actuar, no puede manifestar su potencia, ni expresar su divinidad. Jesús obra según la respuesta de nuestra libertad.
Te diré más, sólo somos libres cuando encontramos un «tú» al que responder. El camino a la felicidad comienza con el encuentro de Jesucristo que reclama «sígueme». Descubrimos que de buscadores pasamos a ser «encontrados». De la misma manera que los discípulos comenzaron a entrever la divinidad de Jesús por su estar con Él, para nosotros, en el siglo xxi, la forma de conocimiento permanece intacta. El método es el de toda amistad: el trato entre amigos. El conocimiento de Dios y su certeza comienzan con la experiencia, con aquello que vemos y tocamos y, por lo tanto, se trata de un conocimiento objetivo de la realidad, de la realidad de una relación con alguien. ¿Logró hacerme entender? Te describo esta amistad tal y como yo la descubrí y la vivo todos los días, Ignacio.

Como ves, este camino a la certeza sobrepasa los límites de nuestra razón. Y es que, si pudiéramos comprender completamente a Dios, ya no se trataría del Misterio, lo inefable. Para comprender al cien por cien el pensamiento de Dios deberíamos ser Él mismo. Ya verás que entendiendo esto te ahorras muchos escepticismos que no llevan a ninguna parte. Insisto en esto.


El Misterio supera la razón, pero no la anula

La característica propia del Misterio es precisamente la de seducirme no en virtud de ninguna deducción lógica, sino como una realidad que interviene cambiando mi exigencia de juicio y de racionalidad y que, sin embargo, se me impone como supremamente real y razonable. Tan real que se propone de un modo que no puedo rechazar, por más que quiera. Jesucristo supera mis capacidades intelectuales. Él desorienta mi racionalidad, puesto que supone una turbación para las actitudes de mi inteligencia. Por esto experimento resistencia a creer en Él.
Además, es una provocación más grave todavía para el transcurrir tranquilo de mi existencia, porque si Jesucristo no existiera o si no afronto ese hecho, estaría yo más tranquilo. Me entiendes, ¿verdad? Si no existiera, me quitaría la tensión de tener que confrontar todo lo que soy y vivo con esta Presencia tan real y superior, tan buena y llena. No tendría que pedirme cuentas —y no me refiero a cuentas morales, sino existenciales— con Aquel que dice ser el sentido de mi vida. Por eso es falsa la argumentación de quien dice que el cristianismo censura la realidad, y nos hace encontrar consuelos necios para no enfrentarnos con nuestra vida. Y te lo digo con esta seguridad, Ignacio, porque era yo el que lo pensaba y he sido yo quien se ha caído del caballo. No es más fácil la vida creyendo en Cristo, pero sí puedo afirmar que merece más la pena.
Te preciso el significado de la palabra misterio en el lenguaje religioso para que entiendas mejor a qué me estoy refiriendo. Solemos llamar misterio a lo que no entendemos, a los problemas sin solución conocida. Sin embargo, hablando con propiedad, no toda cuestión sin resolver o incomprensible es un misterio. Un enigma no es un misterio. Un enigma es una cuestión sin resolver, pero dentro de un horizonte en el que es razonable encontrar su solución. La curación de la tuberculosis era un enigma y ya no lo es; la curación del cáncer es un enigma que esperamos deje de serlo con el avance de la oncología.
En cambio, ¿qué hago en la vida?, ¿para qué me ha sido dada? Es algo que no sabemos y que no lograremos saber por nuestras solas luces. Intuimos con claridad que las respuestas a tales preguntas nos trascienden, que están «más allá», y es así como nos asomamos al misterio religioso. La curación del cáncer no ha llegado, tampoco conocemos cómo se formó el universo, pero ¿ves hasta qué punto la pregunta del misterio es diferente de la del enigma?: en una está en juego el sentido de nuestra vida y en la otra no, por muy importante que pueda ser para la medicina o la astronomía. Enigma es lo que resolvía Sherlock Holmes, misterio es lo que movía a la Madre Teresa de Calcuta.
La fe no consiste simplemente en rezar sino en ponerse ante el Misterio. Surge cuando se busca algo o Alguien necesarios para dar razón de nuestra existencia.[i] Por eso cuando se habla de misterio en cuestiones de fe, hay que comprender lo que se está diciendo. Y por eso te hablo del Misterio de Cristo.
El Misterio es algo incomprensible porque está más allá de nuestra capacidad de comprensión, es trascendente. Aceptarlo es razonable, no irracional. Irracional sería aceptar como verdadero lo contradictorio o lo absurdo (un círculo cuadrado o que dos más dos son cinco), pero no es irracional aceptar el fragmento del Misterio que nos es posible conocer. Comprender la excepcionalidad de la persona de Jesús y adentrarse a verificar si todo lo que Él pretende ser y ofrecerme es verdad constituye un desafío para la cabeza y el corazón que, aunque desbordados por lo que tienen delante, no quedan anulados sino invitados a una apertura nueva.
Me preguntabas cómo obtener la prueba, pero después de todo esto y como respuesta sólo puedo decirte que la única «verificación» posible de nuestra fe reside en la apertura a comparar si lo que el Misterio nos ofrece se corresponde con el hambre profunda de nuestro corazón. ¿No te parece que esta asignatura es la más fascinante de todas?

El mes que viene viajaré a Jerusalén, centro del Misterio. Escríbeme tú antes, para que pueda seguir acompañado de tus preguntas.
¿Cómo te enfrentas al final de curso?
Tu viejo profesor


[i] V. FRANKL, El hombre en busca del sentido último, Paidós, Barcelona, 1999, p. 204.

[ii] D. FLUSSER, Jesús en sus palabras y en su tiempo, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1975, p. 138.

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