Roma




Y la iglesia, ¿Qué tiene que ver con todo esto?


 31 de julio de 2011


Querido Ignacio:

Ya estoy muy cerca de casa. En realidad, yo ya me siento en casa. Estoy en Roma. Esta ciudad es caótica, y profundamente bella. He estado muchas veces aquí y siempre vuelvo a descubrirla. Sus calles están llenas de vida, de paredes desconchadas que no necesitan pintarse, de personas que gesticulan exageradamente sin que signifique enfado, de semáforos que nadie obedece porque hay una especie de entendimiento humano que no necesita a las máquinas, de iglesias abiertas como parte de la plaza, de cultura que no entiende de fronteras entre lo religioso y lo pagano, de vida, Ignacio, de vida.
Y este lugar es precisamente el sello de la Iglesia para el mundo.
Te estoy escribiendo sentado en la plaza de San Pedro. Frente a mí, la fachada imponente de la basílica, rodeada por los brazos de piedra que diseñó Bernini. Una y otra vez el abrazo de la Iglesia en mi vida.
Sin embargo, entre nuestra última carta y este abrazo hay un salto grande, o un foso, como lo llamaba el filósofo alemán Lessing.
Efectivamente, Ignacio, si Jesús fue todo eso que vimos en las otras cartas, si hizo lo que parece que hizo, pero ¡hace dos mil años!, nos separa un foso insalvable. Este maldito foso del que habla Lessing me condena a ver a Jesús sencillamente como un personaje, un discurso… un difunto. Al final, Jesús no está.
Pero si Dios se ha hecho hombre, ¿no previó un método para acompañar al ser humano hasta el fin del mundo?, ¿la Encarnación de Dios se interrumpe con su muerte en la cruz y su resurrección?
Para mí y para muchos, la Iglesia ha sido la gran posibilidad de conocer a Cristo, y de que Él me conozca a mí. Por eso no la vivo como un partido, o una asociación donde comparto con otros socios una estrategia de una idea… No, para mí la Iglesia es un lugar, y allí, Jesús de Nazaret, el de hace dos mil años, tiene la misma fuerza y presencia que para Juan y Santiago, que para Pedro, que para los que estuvieron con Él. Por eso la Iglesia es la gran posibilidad de que mi vida tenga que ver con la de aquel que se dijo Dios.
Ignacio, a mí también me tronaba en la cabeza tu pregunta. ¿Cómo puedes ofrecer tu confianza a un grupo humano que se dice la Presencia viva de lo divino? ¿Lo divino en lo humano? ¡Esencialmente imposible! Todo eso me resonaba en la mente y en el corazón cuando conocí a Agustín, el cristiano del que te hablé en otra carta. En ese momento me di cuenta de que la forma de comprobarlo seguía siendo la misma de hace dos mil años, «Ven y verás», lo mismo que dice Jesús a Juan y Santiago a las tres de la tarde en la ribera del Jordán… Ven y verás, no hay más. La invitación de Jesús no era «ven y verás como lo que te encuentres será perfecto y sin tacha moral»; no, ven y verás, porque quizá aquí encuentres el sentido de tu vida… Y eso es lo que me pasó a mí. Y muchas veces me sorprendo experimentando aquellas palabras de Juan Pablo II: «Cristo resucitado se hace literalmente contemporáneo de nuestra vida mediante el encuentro con la Iglesia, ese extraño pueblo nacido para comunicar lo divino a través de lo humano».
No hay más estrategia ni complejidad. Sé que es simple, pero es el único punto de vista con el que la Iglesia puede entenderse. Porque lo único que ofrece la Iglesia es una Presencia, la de Cristo vivo.
Si queremos hacer un juicio adecuado sobre la Iglesia, tendremos que verificar, antes de preguntarle sobre cualquier otro asunto, si esto que ella dice de poder darme a Cristo es verdad o no. Porque si no lo es, no interesa. La Iglesia, sin Cristo, no es nada. Pero, insisto, la pregunta no es teórica, sino existencial. Si no te pones en juego, es difícil comprender algo de la Iglesia, como lo es poder comprender algo de Cristo, y diría más, poder comprender algo de ti mismo.


Pero ¿en serio quiso Cristo la Iglesia?

A lo largo de la historia humana, cuando alguien ha creído que tenía algo importante para decir a los demás, algo que permanezca vivo después de que él muera, normalmente ha escogido el mismo método de permanencia: reunir un grupo de discípulos que, cuando él pase, continúe con la enseñanza de una forma de vivir, de una filosofía. Es el caso de Sócrates, Platón, Buda y otros. Y es que hay cosas de gran importancia para la vida que no se aprenden en libros o en conferencias, sino participando de las comunidades que las conocen, las estudian, y tratan de vivirlas.
Es claro que Jesús de Nazaret era uno de los que querían que su mensaje y su obra perduraran más allá de su vida terrena. Y su método fue el de otros iniciadores: reunir a un grupo de discípulos. Con ellos vivió unos años, escucharon sus enseñanzas, comprendieron su misión y aceptaron vivir para ella. El método no es nuevo, la novedad radica en la forma de su presencia en el grupo de sus discípulos, que con los años terminó autodenominándose Iglesia. Lo novedoso consiste en que Jesús permanece con ellos de una manera distinta, no como recuerdo o una memoria de sus enseñanzas y los gestos de su vida. Aunque nos parezca increíble, el Maestro dejó a su grupo unos signos que lo hacen presente en momentos importantes de la vida. Los sacramentos que administra la Iglesia no son ideas ni símbolos, sino la acción y el acompañamiento de Jesús mismo, que está vivo. Él dejó también una Palabra que, leída y meditada, lo hace presente como alguien que realmente se comunica por medio de ella. Y dejó su Espíritu, que hace posible todo esto en el corazón de los que viven en esa comunidad. Esto, que parece tan imposible, es la Iglesia.
Jesús no tenía una expectativa de la Iglesia distinta a la que tú y yo podemos conocer ahora. No tenía una estrategia escondida que no fue respetada para la creación de su «escuela». No. Contaba con la fragilidad de sus seguidores. Y esa debilidad no ha sido obstáculo para que a ti y a mí nos llegue su Presencia. Echa un ojo a estos textos, Ignacio. Te los enumero por si quieres pensar en ellos antes de que nos podamos ver en la universidad. La pregunta inevitable es: ¿qué pasajes hay en el Evangelio que nos permitan afirmar que Cristo quiso realmente fundar la Iglesia?


(Mc 3): Le sigue mucha gente, ya había escogido a algunos para que le siguieran pero ahora selecciona a doce de ellos, por su nombre, para que «estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios» (v 13-19). Empieza a configurar la estructura y la cabeza del grupo que va reuniendo.
(Lc 10): Envía al grupo de los 72, «y los mandó delante de Él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él». Este entrenamiento no es en vano. Es algo muy serio: «como corderos en medio de lobos», «no llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias», «decidles: el reino de Dios ha llegado a vosotros»… «Quien a vosotros escucha a mí me escucha; quien a vosotros rechaza a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado»… Les da ideas claras e instrucciones precisas, forja una identidad entre Él y ellos, establece una relación entre lo que Él hace y lo que ellos hacen… No está jugando con ellos, los está preparando para que continúen todo cuando Él no esté.
(Mt 16): Llega un momento muy especial, al constatar que al menos algunos de ellos ya veían que era «el Cristo, el Hijo de Dios vivo»: «¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás! Porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos, lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». Por la solemnidad del momento está clara la voluntad de Cristo de dar a su Iglesia un fundamento de unidad y una dirección, una Roca. Y esa Roca no era un hombre intachable y perfecto. En su momento fue un traidor, abandonó a Cristo en la cruz por miedo. Aun así, Jesús resucitado vuelve a confirmarle en la misión: «Pedro, ¿me amas? Apacienta a mis ovejas». Parece ser que Cristo ya contaba con el pecado en los miembros de su Iglesia y esto no fue un obstáculo. Si sigues leyendo el texto propuesto, verás que se muestra el poder de «atar y desatar» las cosas en la tierra para que así permanezcan en el cielo. Es lenguaje rabínico que significa admitir o rechazar a alguien en el pueblo de Dios, y también aplicar la ley de Dios en situaciones concretas. Queda claro cómo va configurándose muy en serio una comunidad en torno a Él, y que la iniciativa es suya: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca. De modo que todo lo que pidáis al Padre os lo dé» (Jn 15, 16).
(Lc 22): Cristo entrega su cuerpo y su sangre, la de una alianza nueva (un pacto nuevo entre Dios y su pueblo). Lo hace en el sacramento que hoy llamamos Eucaristía. Esta entrega es una pretensión inaudita. Además, se la confía a unos cuantos de ese pueblo porque les da el poder de «hacer eso»: «Haced esto en memoria mía». La Iglesia, que sigue configurándose, ya tiene un centro especialísimo. La familia tiene una mesa común, un alimento común.
(Jn 20): Si era escandaloso que Él dijese que podía perdonar los pecados, ¿qué pretende cuando hace participar de ese poder a esos escogidos por su nombre? «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Esto no es dado a unos individuos a título personal, sino a unos pocos para una comunidad que lo viva y lo comunique a todo el mundo. Aquellos que son pecadores, que no son puros, son los encargados de transmitir el perdón de Dios, y así, generación tras generación.
(Mt 28): Y en su despedida, después de haber resucitado, todo queda claro: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos». En este texto Jesús da un mandato solemne a un grupo específico de personas para que hagan crecer el grupo y enseñarles a vivir de una manera concreta. Un estilo de vida marcado por el mandamiento del amor: «Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros; como yo os he amado» (Jn 13). Jesús está mandando a su Iglesia a cambiar el mundo con el amor. Ignacio, si quieres, cuando nos veamos nos detenemos a juzgar si lo ha conseguido o no, pero es evidente que ésta es la misión para la que Jesús fundó su Iglesia.


Te mando estos textos como una invitación, para que afrontemos la respuesta como si contemplásemos un mosaico. En realidad, igual que todo el Evangelio nos muestra a Cristo, también todo él deja entrever la continuidad en la Iglesia. Sólo he señalado algunas teselas. Al final, al tomar algo de distancia y verlas en conjunto, podemos hacernos una primera imagen de la voluntad de Cristo de fundar la Iglesia.

La Iglesia: familia sí, partido religioso no

Los primeros cristianos no estaban reunidos en una especie de comuna. No eran una congregación amorfa. Su estar juntos estaba vertebrado en una unidad donde cada uno tenía una función específica. Había una Misión para cada uno, una vida nueva para cada miembro de la Iglesia, una familia… y Jesús en medio. Y esa familia no ha dejado de tener vida, y por eso puede surgir una Teresa y un Juan de Ávila; y una comunidad de monjes que son asesinados en grupo en Argelia, como hermanos, sostenidos por su Hermano Mayor, Cristo; y un Karol y Joseph que se dan el relevo en la Misión… y una multitud de jóvenes que sin conocerse se unen para recibir al representante de la Iglesia y se llaman Familia. Sólo si Jesús está en medio de todos ellos, si Jesús sigue estando presente realmente, y no sólo como un recuerdo, se puede vivir esta unidad, se puede seguir siendo Comunidad que le sigue.
Sólo tú puedes dar el paso para conocer a esa Familia, Ignacio. Mi experiencia es que encontré en ella a unos amigos que no me han abandonado jamás. Unos amigos a los que, sin tener mi misma sangre, llamo hermanos. Sabemos que nuestra unidad no está en la perfección de nuestras vidas, sino en Otro que nos une y nos hace mirarnos con ojos nuevos, como un gran regalo donde Él se hace presente.

«Si yo estoy en la Iglesia es por las mismas razones por las que soy cristiano. No se puede creer en solitario. La fe es posible en comunión con otros creyentes. La fe por su misma naturaleza es fuerza que une. Esta fe o es eclesial o no es tal fe. Además, así como no se puede creer en solitario, sino sólo en comunión con otros, tampoco se puede tener fe por iniciativa propia o invención.»[i]

Estas palabras no son mías, pero te las escribo porque a veces lo dicho por otro es justo lo que, de peor forma, queríamos decir nosotros. Esto que dice el cardenal Ratzinger es mi experiencia. Yo no podía sostener todo aquello que me estaba pasando al descubrir a Cristo, necesitaba no sólo compartirlo, sino confrontarlo con otros, vivirlo en otros.


Sí, pero ¿y el pecado?, ¿y el escándalo de la Iglesia?


      ¿Y el pecado?, me dirás tú, ¿dónde colocamos la existencia de esta realidad que parece tejer la historia de la Iglesia?
Te aseguro que me extraña tanto como a ti el hecho de que Jesús quisiera prolongarse en la Tierra a través de cobardes que no dieron la cara por Él (Pedro) o que incluso llegaron a traicionarle (Judas). Y es que el método que Dios ha elegido para darse a conocer a su criatura está llevado por el ser humano. Pero no sólo por aquellos aspectos de nuestra naturaleza que más nos agradan, sino por todo el ser humano, incluidas las cosas que desecharíamos si pudiésemos. Jesús, hombre como cualquiera de nosotros, es el vehículo de transmisión de Dios Padre. «¿No es éste el carpintero, el hijo de María? (…) Y se escandalizaban a cuenta de él» (Mc 6, 3), le reprochaban a Jesús. ¿Cómo va a ser posible que Dios se haga alguien tan normal? El mismo escándalo que Jesús provocaba por su condición humana a los que le conocieron les sucede a los cristianos hoy.
       Esta metáfora me la habrás escuchado alguna vez en clase, seguramente no he mencionado a la Iglesia en ella, sino que la habré aplicado a otro aspecto de la vida, pero el original dice así:


      «Podemos pensar en la Iglesia católica comparándola con la luna: por la relación luna-mujer (madre) y por el hecho de que la luna no tiene luz propia, sino que la recibe del sol sin el cual sería oscuridad completa. La luna resplandece, pero su luz no es suya sino de otro. La sonda lunar y los astronautas descubrieron que la luna es solo una estepa rocosa y desértica, como montañas y arena, vieron una realidad distinta a la de la antigüedad: no como luz. Y efectivamente la luna es en sí y por sí misma sólo desierto, arena y rocas. Sin embargo, es también luz y como tal permanece incluso en la época de los vuelos espaciales.
      ¿No es ésta una imagen exacta de la Iglesia? Quien la explora y la excava con la sonda, como la luna, descubrirá solamente desierto, arena y piedras, las debilidades del hombre y su historia a través del polvo, los desiertos y las montañas. El hecho decisivo es que ella, aunque es solamente arena y rocas, es también luz en virtud de otro, del Señor.
Yo estoy en la Iglesia porque creo que hoy como ayer e independientemente de nosotros, detrás de «nuestra Iglesia» vive «su Iglesia» y no puedo estar cerca de Él si no es permaneciendo en su Iglesia. Yo estoy en la Iglesia porque a pesar de todo creo que no es en el fondo nuestra sino suya».[ii]


       Una noticia no depende de la dignidad del mensajero, ni de su credibilidad, sino del contenido de la información que tiene que transmitir. ¿Recuerdas a Filípides, Ignacio? Podía ser un soldado ateniense mentiroso, pero ante la perspectiva de la muerte segura frente al enemigo, el anuncio de una victoria suponía un respiro para el que esperaba angustiado. Nadie, en ese momento vital, analizaba los méritos del soldado mensajero. Sólo si lo que decía era verdadero.
      El pecado es algo con lo que Cristo contaba para que todo hombre, tú y yo, nos sintiéramos incluidos en la salvación a través de la Iglesia. ¿Cómo sentir que podemos pertenecer a una Familia, si ésta se convierte en un club de élite de los fieles cumplidores de la ley donde sólo tiene plaza lo inmaculado? ¿Qué familia puede cerrar la puerta al hijo que no se comportó como hijo? A veces, nuestro objetivo de ser fieles cumplidores de una ley exigente que nos excede nos ha hecho alejarnos de un pueblo que anhela, igual que nosotros, que su vida tenga sentido, pero que, ¡al igual que nosotros!, no encuentra en la perfección moral su rescate, sino en el amor, que por agradecimiento quiere ser perfecto moralmente.
       Ya ves, Ignacio; una vez más la pregunta de fondo es la misma: o la Iglesia, con pecado o sin él, me da a Cristo, o no me importa lo que tenga que contarme, porque será una invención más de la búsqueda del paraíso que resuena en nosotros. El fraude no está en una Iglesia que no es perfecta (y sé bien que no es perfecta porque estoy dentro de ella), el fraude estaría en una Iglesia inmaculada que no me da a Cristo.




Los sacramentos: signos que atraviesan «el maldito foso»


Si creemos que la pretensión de Cristo y su Iglesia son verdad, y realmente pueden transformarnos por dentro, si realmente podemos atravesar «el maldito foso» que nos separa de Jesús, enseguida nos preguntaremos: ¿cómo es posible la transformación?, ¿cómo puede la Iglesia darnos la vida divina que Jesús prometió? El mero hecho de plantearnos estas cuestiones nos desconcierta, pues somos hombres normales y corrientes, y nos parece que ni siquiera podemos desear algo tan grande, ¿verdad? Y es aquí donde la vida sacramental de la Iglesia tiene su sentido. El valor que tiene cada sacramento para los distintos momentos de la vida de cada hombre es una muestra del poder de transformar al individuo poniéndolo en contacto con Cristo, desde su realidad, desde su deseo más profundo.
       Así contamos con el bautismo. Jesús, al decidir compartir con nosotros el peso de la vida       -esto es, experimentar el límite que nos hace no poder darnos la felicidad que ansiamos-, se puso en la fila con los pecadores y se sumergió en las aguas del río Jordán para recibir el bautismo de Juan el Bautista. Los cristianos retomamos este bautismo con un sentido nuevo. Sumergir al bautizado en el agua de la fuente bautismal, o mojarle la cabeza, significa unirle al mismo Cristo en el acto de su entrada en el sepulcro en solidaridad con nuestras muertes, y resurgir con Él, participando así en primera persona de su victoria sobre la muerte.
    Ésta es la grandeza del bautismo: de manera indeleble, nuestra existencia es sólidamente unida a la de Cristo y a la del resto de los cristianos; nos hacemos un único cuerpo, el cuerpo de Cristo que es la Iglesia: ser cuerpo entregado, vivir según la lógica evangélica de la semilla consumida para dar frutos de amor.
        Y así, todos los sacramentos son participación de nuestra vida en la de Cristo. Éstos remiten al corazón incandescente de Dios, a la Pascua de Cristo que llega hasta el final en la donación de sí y de este modo vence a la muerte y hace que la vida merezca la pena vivirse. A través de los sacramentos, la vida en sus distintas etapas (nacimiento y muerte, salud y enfermedad, amor de pareja y servicio a la comunidad, pecado y perdón…) se introduce en el acontecimiento pascual de Jesús, de quien recibe la fuerza y el sentido. Es el mismo Cristo, mediante los sacramentos, quien entra en nuestra vida, actuando en ella con el poder de su amor.
       De nuevo, la pretensión de Cristo y de su Iglesia puede parecerte increíble, pero te aconsejo una vez más que trates de adentrarte desde tu propia vida en este misterio inefable. Yo tardé mucho en hacerlo, pero sólo cuando me acerqué de esta forma a la Iglesia pude tener la certeza de su veracidad.
Mientras te escribo, miro de frente aquel lugar en el que la tradición afirma que está Pedro enterrado. Pedro, el discípulo que por miedo negó conocer a Jesús, murió años más tarde crucificado como su maestro por dar testimonio de su resurrección. ¿Qué no habría visto para dejarse crucificar boca abajo por Él? Le mataron a las afueras de Roma y dejaron allí su cuerpo para evitar que sus seguidores le veneraran. Una vez más, quisieron acabar con esto que se había hecho tan incómodo. Sobre su tumba, varias basílicas, miles de peregrinos, decenas de artistas, han ido escribiendo la historia; la historia de la Iglesia, y la historia del hombre.
        Veinte siglos han pasado, y algunos, en esta plaza, nos sentimos en casa.
Éste es el secreto para que yo haya podido experimentar que todos y cada uno de los lugares del mundo pueden ser nuestra patria.


       Querido Ignacio, espero que la próxima conversación sea con una copa en la mano. Llegaré dentro de unas semanas. Mientras tanto, renuevo el deseo que ha tejido estas cartas: que encuentres la respuesta a tu vida. Si descubres que Jesús de Nazaret tiene algo que ver con ella, déjale entrar, no tengas miedo.
No te digo esto como una respuesta prefabricada, sino como la verdad más grande que he encontrado en mi vida. Porque la fe no es creer en Dios, sino descubrir que Dios cree y actúa en ti todos y cada uno de los días de tu vida.
       Gracias por haber hecho este viaje conmigo.
       Por cierto, muchas felicidades (es tu santo).
       Un fuerte abrazo,
       Tu nuevo profesor


[i] Cfr. «¿Por qué permanezco en la Iglesia?» (conferencia-testimonio en Alemania, 1971), en H.U. VON BALTHASAR y J. RATZINGER, ¿Por qué soy todavía cristiano? ¿Por qué permanezco en la Iglesia?, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2005, pp. 81-113.

[ii] Ibíd.

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