Jerusalén







¿Por qué dicen que ha resucitado?

29 de junio de 2011


Querido Ignacio:

He llegado a lo que a mí me parece el eje del mundo, el centro de la Tierra, porque si Dios se ha revelado al hombre, ¡si Dios se ha hecho hombre!, y ha sido aquí, entonces no hay un lugar más importante. ¿No te parece? Este lugar es también el crisol de la humanidad: las tres grandes religiones monoteístas lo sienten suyo (tanto que, a veces, no entienden que la propiedad de lo sagrado es difícil de acotar, ya me entiendes). Te escribo desde el escenario que contempló el Misterio, y donde, un día, la vida se tornó en fiesta.
He esperado a llegar aquí para escribirte esta carta. Quiero hablarte de la Resurrección de Jesús. Desde la última vez, tú me has escrito en varias ocasiones mostrándome tu dificultad para llevar ese acontecimiento a tu vida. Me dices que leyendo mis palabras, una y otra vez, sientes una especie de vértigo, como si ese Dios hecho hombre quisiera también entablar conversación contigo, como si todo lo que te he contado se correspondiera, de alguna forma, con tu vida, con tus estudios, con tus deseos. Como si fuera la respuesta más inaudita pero también la más razonable para lo que buscabas… y ahí está tu dificultad, ¿cómo es posible que siga vivo y que llegue hasta mí?
La resurrección es la clave, Ignacio. Sólo es posible que nos encontremos con Cristo si realmente resucitó y está vivo hoy, aquí y ahora. Eso lo experimentaron con mucha intensidad los que le seguían.
Haz un esfuerzo de contemplación. Imagínate el panorama tras la muerte de Cristo. En aquel día 14 del mes judío de Nisan, tras la furia y la sangre, sólo se oyó el ruido seco de la gran piedra rodada para cerrar el sepulcro. Mientras caían las tinieblas, las últimas mujeres se volvieron a casa. Dolor, vergüenza, desolación, fracaso… ¿Qué quedaba además de un cuerpo muerto, destrozado? Soledad.
¿Dónde están los que habían dicho «moriremos contigo si hace falta»? Judas, el traidor, se ha suicidado. Pedro, lleno de miedo, le ha negado tres veces. Todos han huido, están escondidos porque todo aquello en lo que creían se ha acabado y todo el mundo ha sido testigo. Su Señor ha muerto como un criminal. Comienza el sábado de la soledad en el sepulcro y de la desesperación en el corazón de los discípulos. Será el día del silencio y la tristeza frente a un sepulcro, allí donde nadie esperaba ni podía imaginar lo que sucedió a los tres días.
No había fracasado una idea, Ignacio, había fracasado una vida llena de signos que apuntaban a Dios. Habían fracasado todas y cada una de las vidas que, dejándolo todo, le habían seguido. El que era la promesa para sus vidas estaba siendo pasto de los gusanos, de la muerte, como cualquier hombre.
Dos días después, esos mismos hombres, temerosos y desolados, cambian radicalmente. Se llenan de gozo y de alegría. ¿Qué les pasa? Empiezan a decirse unos a otros que Cristo ha resucitado, que ha vencido a la muerte, que ha mostrado de una vez por todas que es Dios, que ellos le han visto, que han comido y hablado con Él, sin miedos, llenos de inmenso júbilo, transformados. Pasan de la desesperanza a la confianza, de la confusión a la certeza, de la cobardía a la voluntad inquebrantable. Y lo hacen en Jerusalén, cerca de las autoridades judías y romanas que han condenado y matado a Cristo hace sólo unos días, delante del pueblo que prefirió a Barrabás en vez de a Jesús, delante de todos los que creían que habían acabado para siempre con este grupo de «nazarenos».
Si les preguntáramos a los discípulos, contestarían sin pestañear: «Lo que ha pasado es que Jesús ha resucitado». Sin más adornos, con el estilo directo de quien ha sido testigo de un hecho y lo cuenta como lo ha visto. De repente, el sepulcro es olvidado, nadie venera ya a un muerto. Al maestro tan querido, muerto por blasfemo, ya no le visita nadie en su tumba. ¿Por qué? Porque no hay tumba, ya que no hay cuerpo.
Antes de que transcurriesen quince años de la muerte de Jesús ya existían sólidas tradiciones escritas que mostraban lo arraigada y extendida que estaba la convicción de que Cristo había resucitado. Te escribo aquí el texto de San Pablo, para que veas lo que vivían aquellas personas:

«Os transmití, en primer lugar, lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales vive todavía, otros han muerto; después se apareció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí.» (1Cor 15, 3-8).

A mí se me ocurren algunas posibilidades ante este acontecimiento:

a) Es mentira, los discípulos mintieron y se lo inventaron todo.
b) Los discípulos se engañaron a sí mismos, alucinaron.
c) Se trata de una leyenda forjada por los primeros cristianos a partir de un hecho histórico, al que se le fueron añadiendo cosas hasta terminar en el mito de la resurrección.
d) Debe ser verdad, esos relatos simplemente cuentan lo que pasó. Lo cual no constituiría una «prueba» de la resurrección y menos aún de la divinidad de Jesús, pero sí un reclamo potente a posicionarse ante los hechos. Un llamamiento a la cabeza y al corazón que se sienten interpelados.

La tercera opción creo que queda encuadrada en lo que hablamos de la historicidad de los evangelios, y la cuarta queda a tu libertad, Ignacio, así que me detengo en las dos primeras.

a) ¿Se lo inventaron los primeros cristianos?

Piénsalo bien. Una mentira tan grande es realmente insostenible. En primer lugar porque carece de testigos fiables. Las primeras en ver a Cristo resucitado son mujeres; María Magdalena, María de Cleofás, María (madre de Santiago el menor y José), Salomé, Juana y otras más. Así aparece en los evangelios, con el estilo sencillo de quien recoge testimonios directos. ¿Mujeres dando testimonio a hombres asustados y escondidos? Yo siempre he pensado que si es verdad la resurrección, Dios no entiende mucho de marketing. Basta con leer el Evangelio de Lucas, 24, 11: «Contaban esto [el sepulcro vacío y el encuentro con Jesús resucitado] a los apóstoles. Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron». ¡Claro!, el ambiente de la época tenía esta mirada que recoge Flavio Josefo en sus Antigüedades judaicas: «Los testimonios de mujeres no son válidos y no se les da crédito entre nosotros, por causa de la frivolidad y la desfachatez que caracterizan a este sexo». Celso, el gran adversario dialéctico de los cristianos del siglo ii, denuncia: «Los galileos creen en una resurrección atestiguada tan sólo por algunas mujeres histéricas».
En fin, Ignacio, para la primitiva comunidad cristiana aceptar que habían sido mujeres las primeras en testimoniar a Cristo vivo no fue nada fácil, esto también violentaba su mentalidad. Dar tanta importancia en los relatos de la resurrección de Jesús al testimonio de unas mujeres ciertamente no favorecía la credibilidad de los mismos. El inventor de la mentira, para hacerla creíble, nunca la hubiera fundamentado en tales testigos.
Y en segundo lugar, es insostenible porque el «cuento» inventado no es verosímil: puestos a inventarse una historia, los primeros cristianos hubieran ingeniado algo que pudiera ser creído, que encajara con la mentalidad de los judíos. Una resurrección como la que nos cuentan no cabía en su pensamiento semita. Los sectores del judaísmo que creían en la resurrección (no todos creían en ella) esperaban una resurrección al final de los tiempos, universal, que sobrevendría con la llegada y la obra del Mesías esperado. Que Jesús hubiera resucitado en solitario y antes del final de los tiempos era algo imposible de admitir o siquiera imaginar.
A los apóstoles jamás se les habría ocurrido interpretar aquellas «visiones» que afirmaban tener como una resurrección. Porque la única idea de cuerpo resucitado que podían tener era la de un cuerpo que retorna a la misma vida que llevaba antes, como Lázaro o el hijo de la viuda de Naím o la hija de Jairo (o la que hizo el profeta Eliseo), pero un cuerpo humano que aparece y desaparece, que entra y sale de habitaciones cerradas, que come, al que se puede tocar… esto jamás se les hubiese podido ocurrir.
¿Cómo iban a reaccionar los enemigos de Jesús cuando se vieran acusados públicamente de ser sus asesinos? Esos hombres no jugaban, y los que sostenían que Jesús vivía se arriesgaban a acabar como su maestro. Además, no sólo se trataba de creer ellos, sino de hacer creer a otros. Esa fe les pedía una entrega de sus vidas radical a ese acontecimiento, a Jesús. El único «argumento» principal que tenían era decir que aunque Jesús había muerto de aquella manera, sin embargo, había resucitado. ¿Tú dirías que esperaban que los creyesen? ¿Cómo decir semejante «disparate» si de verdad no lo hubieran tocado con sus propias manos?
La hipótesis de la mentira se hace más insostenible todavía si vemos la reacción de los enemigos de Jesús, los que le habían condenado y ejecutado. Si los apóstoles estaban mintiendo, en verdad estaban siendo muy molestos. El sumo sacerdote con el Sanedrín en pleno llegó a advertirle: «¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese nombre? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre» (Hech 5, 28). Nada más fácil que presentar el cadáver o a los guardias heridos cuando éste fue robado. Que no lo hicieran sólo tiene una explicación: no había cuerpo que presentar, no había cadáver, el sepulcro estaba vacío. Y el sepulcro vacío sólo ofrece dos posibilidades: o alguien ha robado el cuerpo o realmente Cristo ha resucitado.
Veamos entonces: si el cadáver de Cristo fue robado, ¿quién lo hizo? Parece claro que no fueron ni judíos ni romanos. ¿Para qué crearse problemas de esa manera? Sobre todo, con los movimientos molestos que había habido y gente sospechosa alrededor del difunto.
En el supuesto de que unos rudos seguidores del difunto hubieran ganado en la pelea contra unos soldados profesionales, puestos ahí por petición de las autoridades judías para evitar el robo, ¿no hubo ruido de lucha en la silenciosa madrugada de Jerusalén repleta de peregrinos? ¿Qué hay del escándalo que hubiera causado que unos judíos se hubiesen enfrentado a soldados romanos y les hubieran vencido? ¿Dónde están los guardias heridos o los muertos en la trifulca? No hay más que presentarlos ante el pueblo para probar el robo.
Sólo nos queda pensar que robaron el cuerpo mientras la guardia dormía… Claro que según el código de honor militar romano, un soldado romano que se dormía durante su guardia debía morir a bastonazos o quemado sobre su propia capa. ¿Y se durmieron los guardias? ¿En una misión que, además, no era rutinaria sino pedida expresamente ante un probable peligro?
Y si efectivamente los apóstoles hubieran robado el cadáver y después andaban por Jerusalén hablando de ese muerto, diciendo que las autoridades eran responsables de esa muerte… ¿Nadie los juzga por profanar una tumba y robar un cadáver?
Son muchas preguntas, Ignacio, y como ves, todas ellas pertinentes, concretas y sólidas. Cada hombre de toda época debe enfrentarse a ellas sin censurar la razón, todas las posibilidades, porque de este hecho depende la Verdad de lo que hemos hablado en las cartas anteriores.
Yo me enfrenté a ello con todas mis fuerzas. Mi hermano había muerto y si un hombre había podido venir de ese mundo y prometernos la vida, a mí me interesaba. Eso me rescataba de mi desesperanza, de mi desolación. Pero tenía que ser verdad, tenía que ser real… No estaba dispuesto a dar mi confianza a una mentira, porque entonces, tarde o temprano, la caída sería más fuerte. Sólo puedo ofrecerte mi experiencia, Ignacio.
En el caso de que los discípulos hubieran robado el cuerpo de Jesús, para explicar su desaparición, ¿por qué recurren a la hipótesis de la resurrección? Podían haberla explicado con la concepción judía del rapto corporal al cielo. Así lo relata la tradición judía para algunos de sus personajes como Henoc, Elías, Esdras y Baruc. Sin embargo, los apóstoles, a pesar de ser denunciados como falsos y ladrones, insistieron una y otra vez en que el cuerpo de Jesús había desaparecido del sepulcro porque había resucitado de entre los muertos. La tumba vacía no era suficiente prueba del hecho de la resurrección, pero no hubo más justificación por parte de los seguidores de Jesús, sólo la afirmación insistente, como signo de lealtad con lo que parece que realmente sucedió.

b) ¿Puede que los discípulos se engañaran a sí mismos?

Ésta es la siguiente cuestión que quería mostrarte. Podríamos pensar que los discípulos —hundidos en el fracaso total del Maestro, emocional y psíquicamente destrozados y sugestionados por las palabras de Jesús— sufrieron una alucinación. Esto es creer que se habla con un muerto. Más de un estudioso ha formulado esta hipótesis.
Los estudios psiquiátricos revelan que una alucinación de este tipo nunca va acompañada de la duda sobre lo que se cree haber visto o percibido. El alucinado no duda. Sin embargo, los protagonistas de las supuestas alucinaciones dudan y en ocasiones no reconocen a Jesús en un primer momento.
Las patologías alucinatorias son progresivas hasta la ruptura total de la personalidad si no son tratadas, pero ésta empezó y terminó en cuarenta días. Además, estaríamos hablando de alucinación colectiva (María Magdalena, los once en el cenáculo, los dos de Emaús, los quinientos, Pedro, Santiago…), y una alucinación de este tipo no es posible sin sustancias que la propicien.
Los testigos no eran dados a estas cosas. Las autoridades del Sanedrín no los trataron como dementes, algo que hubiera sido fácil demostrar por otros rasgos de su delirio alucinatorio. Si ellos alucinaron y expandieron semejante delirio, las autoridades judías o romanas podían haber parado fácilmente el engaño mostrando el cadáver.
La supuesta alucinación explicaría sólo los relatos de las apariciones posteriores a la muerte, pero no arrojaría nada de luz sobre la tumba vacía, la piedra del sepulcro corrida o la pérdida del cadáver.

Nadie ha dado nunca una explicación alternativa a la resurrección de Jesús que explique todo de manera satisfactoria, Ignacio. Esto no quiere decir que la resurrección quede probada sino que hay que contemplar la posibilidad de que realmente sucediera. Y contemplando su posibilidad, sin censurar la razón, ver si es posible que ese hecho, que provocó tal reacción en sus seguidores, tenga algo que decirme a mí. Los pasos que te voy mostrando son pasos para mí, pero el camino es de cada uno. No hay ninguna prueba en torno a Jesucristo que fuerce su libertad a quien las contempla. El profesor judío de historia del Segundo Templo de la Universidad Hebrea de Jerusalén, David Flusser (os he hablado de él en clase, ¿recuerdas?) afirma lo siguiente apoyado en 1Co 15, 3-8: «No tenemos ningún motivo para dudar de que el Crucificado se apareciera a Pedro, luego a los Doce, después a más de quinientos hermanos a la vez… luego a Santiago; más tarde a todos los apóstoles, y finalmente a Pablo en el camino de Damasco».[i]
La muerte no es un tema, Ignacio, es algo que forma parte de nuestra vida. Si se piensa en ella en abstracto, haciendo teorías, pueden decirse muchas cosas de todo tipo, algunas sensatas, otras no tanto. En cambio, cuando toca nuestra vida o la de alguien que queremos, nos introduce en el misterio de nuestra existencia.
Como ves, la muerte de mi hermano fue para mí la puerta de entrada a este Misterio que es Jesús de Nazaret. La muerte dejó de ser un hecho en mi vida, y empezó a ser, sobre todo, una gran pregunta. Me di cuenta de que si todo termina ahí, la vida es una cosa; si no, es otra. Si alguien ha vencido el poder de la muerte y ésta ya no tiene la última palabra, entonces la vida cambia radicalmente. Y en ese momento sólo me interesaba una cosa, volver a abrazar a mi hermano. Ahora sé que tras este deseo legítimo había algo más: la necesidad de que mi vida y la de los que quiero tenga puerto de llegada.
En los evangelios existe un relato que cambia todo. En pocas líneas se dice que el que murió crucificado fue encontrado vivo después de su muerte, y no como una reanimación del anterior Jesús, sino como uno que vive ya en un mundo nuevo en el que no hay ni muerte ni lágrimas. A mí me golpeaba la desproporción que había entre el hecho y la reacción que causaba en sus testigos. Tipos que habían vivido el acontecimiento de la muerte y sepultura de su Maestro con tanto miedo eran capaces de salir gritando horas después que estaba vivo y todo tenía sentido, por lo menos, para ellos. ¿Y para mí?, me preguntaba, ¿tiene sentido para mí? Me lo preguntaba y sigo haciéndolo ahora que contemplo esta tierra testigo de lo que me sostiene.

Cómo me gustaría que estuvieras aquí, Ignacio.
Un abrazo,
Tu viejo profesor



[i] D. FLUSSER, Jesús en sus palabras y en su tiempo, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1975, p. 138.

No hay comentarios:

Publicar un comentario